Antes de aterrizar en Benin por primera vez, la gente intentaba prepararme para lo que iba a ver y vivir en este país. Recibía consejos y advertencias de lo duro y difícil que es, sobre todo, los primeros días. El impacto que podía tener la pobreza, podría causarme un gran sentimiento de pena.
Aunque yo me sentía preparada para todo, y la unión previa que ya había adquirido con este país, me llenaba de alegría al pensar que por fin iba a conocerlo en persona.
Cuando llegué a Benín, sentí un gran calor, una inmensa acogida que se tradujo en una sensación de estar en casa y como si ya hubiese estado aquí mucho antes.
Muy lejos de esas sensaciones tan negativas y duras que me habían advertido que viviría, otro sentimiento muy diferente se despertó en mí, y cada día fue aumentando. No sabía muy bien como describirlo, no sentía pena, sino que, sin invadir, simplemente dedicándome a observar y a integrarme con cuidado y delicadeza, me permití conocer a las personas y su forma de vivir tan diferente a la mía, que me impresionaba y despertaba en mí más curiosidad y ganas por conocer.
Hablando y conectando con la gente, por esa capacidad de empatía que me ha caracterizado siempre, me dio la oportunidad de conocer a personas maravillosas que se sorprendían cuando les escuchaba atentamente. Y es que, nadie se había parado a escuchar lo que tienen que decir y jamás nadie de fuera les había tratado como uno más. En pequeños gestos y simples cosas, se habían empezado a sentir valorados y queridos, sin ningún intercambio material de por medio.
Y es que, el problema de la cooperación tradicional reside en que al final se trata de un mero intercambio material y económico, en una relación desigual entre personas que están a diferente nivel. Con una visión muy negativa y catastrófica en busca de problemas, datos y pobreza para darles la solución (casi siempre errónea) que ellos consideran, y así, enriquecer el ego del salvador blanco. Mientras que, la población local se convierte en los salvados, los que esperan la ansiada ayuda (“limosna”) y, por tanto, solo tienen que dar gracias a su salvador, algo que el ego de éste espera ansiosamente. No alcanzan a ver que lo que están provocando es más daño y perjudica demasiado a la población local.
En estas experiencias, hay algo que se me quedó grabado para siempre, cuando durante un intercambio con mujeres locales, me preguntaron: Una mujer blanca como tú ¿podría casarse con un hombre negro de aquí, de Benín? Rápidamente contesté ¡claro que sí! La sorpresa en sus caras se reflejó rápidamente, no podían creer que eso fuese posible. Pero, en el aquel momento, no podría imaginar que el hombre negro y beninés que estaba traduciendo en esos momentos aquella conversación, iba a convertirse en el hombre de mi vida y futuro marido.
Benín me enseñó en aquel primer viaje que ese sentimiento que se había despertado en mí era el de la admiración, y es algo que permite soltar todos los prejuicios que nos han inculcado y solo así, podemos tener la valentía de mirar sin filtros, con los ojos de amor al otro y, así, nace la verdadera unión pura y auténtica que nos permite vivir de igual a igual, libres y en paz.
Sólo desde la admiración podemos darnos permiso de conocer la esencia de África. ¿Te unes?
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